Dicen que los difuntos no lloran, ya lo creo que sí. Mi hermana Josela lloraba muerta en vida. Rompió sus uñas postizas arañando el féretro dejando al mismo tiempo su rímel y colorete embarrados en el cristal que mostraba el cuerpo muerto de mamá. Yo tenía el dolor al borde. Mis otros siete hermanos no sé. Resistiendo me mordía los labios pegando mis manos al pecho apretando con todas mis fuerzas el conejito de estambre percudido que tenía desde niña. Julio, el mayor, intentaba arrancar a mi hermana de la caja temiendo la tumbara. Con todo y que todos tenían sus buenos trabajitos, ninguno quiso pagar funeraria y por ello la había puesto en el patio y bajo los granados, justo donde a ella le encantaba tejer. Desde ese momento Josela se había adueñado del cajón como si el duelo fuera solo de ella. Miriam me miraba a lo lejos, con odio. Me dolía su actitud. Me había enviado 50 dolares desde Dallas y pensaba que con eso le compraría un cajón de lujo, pero ni para el pozo me había alcanzado. Me dolía igual que Juana, la de Acuña, me hubiera gritoneado en la cocina porque no le había dicho que mamá estaba enferma. Me había quedado asustada porque siempre lo había sabido. Nunca aceptó que muchas de sus recaídas había sido por los corajes que ella le hacía pasar con su vida libertina… pero Josela seguía ahí, amarrada a la caja. Cuando el cristal se rompió de tanta presión de su cara sobre él, su cachete se cortó sangrando y manchando unos gladiolos blancos. Gritaba, aullaba y le recriminaba a Dios su injusticia. Yo sólo sentía, y que el de arriba me perdone, pura lástima por todos mis hermanos, pero más por Josela, esa hermana mía que llorando sobre el cuerpo muerto de mamá allá en el otro cuarto de la casa un día antes, le había arrancado la cadenita de oro del Santo Niñito de Atocha, un anillo de plata que papá le había dado y un par de aretes que ella se había comprado en Parral hacía un par de años. Julia, la cristiana evangélica, y que era la más chica, atizaba al dolor cantando letras dolorosas con sus hermanos del coro. Lourdes la miraba con rencor, se la vivían peleando por sus creencias y mamá interfiriendo para que no terminaran golpeandose. Lourdes jamás me perdonó que mamá recibiera sangre de todos. Ser testigo de Jehová la había convertido en enemiga de la familia cuando un día simplemente nos agredió en la clínica jurándonos que nos consumiriamos en el infierno por permitir la transfusión. Mamá me vivió dos años más gracias a eso y eso ella nunca lo entendió… por eso estaba ahí, a lo lejos, odiándonos a todos.
Uno de los enterradores recibió un arañazo de Josela mientras bajaba la caja. Se le había echado encima en su intento por impedir que lo hiciera… Josela, ¿Por qué lloraba tanto? ¿Por qué suplicaba mil perdones ? ¿por qué le había llevado la corona más grande?…
Es muy poquito pozole, Pina, me dijo mi hermano Rufino cuando empezaron a servir la comida a los que nos acompañaban. Al igual que mi hermana la «gringa» quería que hiciera milagros con lo que me había dado.
No había podido llorarle a mamá como hubiera querido porque todo se me había venido encima y lo peor, nadie que me empujara la silla de ruedas en la que había estado los últimos 30 años.
Ahora estoy aquí en Barroterán en un cuartito que a duras penas los vecinos del Barrio de Madera me ayudaron a hacer. Me gané a mucha nobleza unos centavos que mamá sorpresivamente me dejó y que según un licenciado todo estaba en orden con todo y que mis hermanos me quieran quitar hasta la silla en la que me siento.
El día del entierro estuve lejos del pozo. No Por gusto, sino porque nadie quiso acercarme por los montones de tierra que estaban atravesados. Desde ahí miraba y escuchaba los clamores de mi familia. Felipa estaba de rodillas en la tierra alzando los brazos… ¿qué le dolía?se negaba a cuidar de mamá cuando su novio venía de Monterrey. Días sin venir pues prefería dormir con el novio que con mamá. Julia se la pasaba alabando a Jesús y si bien es cierto que ella era feliz, mamá infeliz aquel día cuando internada de gravedad, mamá pedía verla y ella no quiso cancelar un concierto de Marcos Witt. Todos tenían actividades, compromisos, hijos, nietos, cosas y mil cosas revueltas con excusas… pero mientras mamá lloraba yo le cambiaba sus pañalitos, le sobaba su espalda, le ponía crema en sus pies y le cortaba las uñas. De vez en vez le hacía cosquillas en el cuello y en las axilas. Le besaba en los labios y le decía que me hubiera casado con ella porque besaba lindo. Entonces reía como loca. Eran de esos besitos de piquito que tanto le pedía a Lourdes y que está le decía era pecado. Pecado, pecado ese día que no nos dejó entrar a su templo que porque su enfermedad la hacía impura.
Al finalizar el sepelio me fui a casa. Ahí empezó mi infierno. Mi hermana Josela no me volvió a dejar entrar y entre todos devoraron lo que mamá había dejado. En una semana, Julio, que era el que se había llevado más, ya remataba allá en Esperanzas, la estufa, el comedor, los dos trasteros y hasta el cuadro de la Santa Cena.
No los odio, nunca fui de esos sentimientos. No hay uno de ellos que sea noble, se detestan entre sí olvidando lo que mamá nos dijo la única Navidad que estuvimos juntos en Palaú, 《Nada me dolería más que no se vieran como lo que son, hermanos 》
Ellos me han visto en la calle, saben que tengo diabetes y que con todo y que sólo me resta un pie, nunca han sido ni siquiera para preguntarme como voy. Que me hayan aventado al barranco dizque por accidente cuando niños, eso ya se los perdoné con todo y que nunca me quisieron, pero que hayan olvidado a mamá haciéndola llorar por horas, eso sí que se los perdone Dios. Yo sigo aquí, apretujando el conejito de estambre que ella tejió para mí y con eso soy feliz.