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Entre mis papeles encontré un artículo en la revista de Nuestro Tiempo de Paco Sánchez, periodista y profesor titular de la Universidad de La Coruña. Recuerdo que la primera vez que leí el título me vi instantáneamente cautivada: “Quejarse cansa”. Vinieron a mi cabeza recuerdos de personas que sólo con pensarlas casi podía oír el desgano de su voz, o evocar un paso lento y taciturno en su andar. El contenido de su columna hizo mella en mí, sus reflexiones se hicieron pensamientos recurrentes.

El que se queja, poco hace, poco logra, poco resiste y poco conoce de la debilidad que todos experimentamos o la imperfección del mundo, que implica dolor y en ocasiones carestías y dificultades. La vida crudamente hablando es lo que es, pero también es lo que hacemos de ella. El quejoso hace de la vida un lugar en el que hay que sobrevivir, mientras que el que valora la vida y deja la queja a un lado, pone la mirada en los muchos regalos que se nos ofrecen cada día, camina con energía y con la mirada alta, suele tener la sonrisa fácil y la mirada afable. Es más sano, no sólo física, sino también psíquicamente.

El que evita quejarse no vive en el engaño, ni es un optimista distante de la realidad, sino es una persona que sabe llevar la vida. Que, lejos de pensar “que le ha tocado bailar con la más fea”, pone nombre a las dificultades, fuerza su voluntad para evitar el lamento, y pone manos a la obra con ese afán que tanto me gusta: vamos por ello, despacio, pero sin pausa.

El artículo al que hago referencia iniciaba citando una pregunta que se hiciera a Quilón, uno de los siete sabios de Grecia: ¿qué diferencia a las personas educadas de las ignorantes? Éste respondió que los unos y los otros se distinguían por “sus esperanzas”. ¡Atómico! No encuentro otra palabra para definir mi gusto por esta respuesta. ¡Qué fuerza encierra esta frase del sabio Quilón! Definitivamente las esperanzas nos pueden llegar a definir.

¿Motivos para quejarnos? Tantos como queramos. Las cafeterías dan lugar a grandes encuentros, pero también muchas veces son una oda a las conversaciones quejosas. Que la corrupción, lo mal que lo hacen los que gobiernan, lo mucho que han cambiado las generaciones, etcétera. Conversaciones llenas de nervios, que terminan con personas que vuelven a sus casas desesperanzadas, quejosas y sin hacer mayor cosa o tomar acción alguna.

Quien desarrolla el hábito de mirar todo en tonos de gris, no encuentra fácilmente la luz de las soluciones, la luz que ayuda a llevar una injusticia. Sí, una injusticia porque la vida no puede ser siempre y en todo absolutamente justa. Entenderlo permite manejar mejor el doloroso desgarre de una injusticia, apartándonos de la herida, pidiendo ayuda, reconociendo las muchas injusticias existentes y dando tamaño a la que nos atañe y, para quienes creemos, también rezando, pues descubrimos en el Ajusticiado de Nazaret la manera serena de llevar la más grande de las injusticias.

Vuelvo al sabio Quilón de Esparta. Entre otras frases que se le atribuyen está la enumeración de las tres tareas más difíciles de la vida: guardar un secreto, emplear bien el tiempo de ocio y soportar la injusticia. El autor del artículo añade con agudeza que Quilón debería añadir también: “aguantar a los pesimistas, quejicas y desesperanzados”. Las quejas afloran y más en tiempos de grandes crisis y de injusticias brutales, que son, sin duda, parte de nuestros tiempos, y ante lo cual sólo puedo decir que no hay tiempos mejores que los que nos toca vivir.

Termino con este detalle que señala la tradición: se dice que Quilón murió de alegría en los brazos de su hijo, que acababa de ganar un premio en los Juegos Olímpicos. No puedo más que señalar que quien vive sonriendo seguramente terminará su andar sonriendo.

Quejarse cansa, quejarse cansa, quejarse cansa. Eso he estado pensado desde que leí este aporte y lo recuerdo intencionadamente porque es fácil olvidarse. Elijamos ubicarnos en el mundo del lado de los que viven la vida como es, con sus diferentes tonalidades, intentando mejorar la gama y luz del colorido, y huyendo del aposento en el que se acomodan los quejosos.

 

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