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Viajero

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De niño Bilio Guerra amaba el compás, pero de joven quiso depositar su púa en mi vientre. Más de media hora quedé tirada entre los enormes mapas de Europa, Asia y América. Desde mi posición fetal y ahogándome en gimoteos me tapaba con ambas manos temblonas y ensangrentadas esa herida que de soltar, temía me fuera dejar sin una gota de sangre. Gemía despacio, como en un ahogo. Imposible gritar, las fuerzas me faltaban. Me era inadmisible odiarlo pues no había otra cosa en mi corazón y en mi cabeza que un profundo anhelo por verlo salir de ese caos en el que se había convertido su vida apenas cumplidos los catorce. Amabilio Guerra, tan chiquito y tan hermoso. Era serenísimo, sí, pero también inteligente. Para segundo grado ya me preguntaba por Aristóteles y en cuarto molesto estaba por la injusta muerte de Séneca y Platón. Le gustaba oírme hablar de la magia de las matemáticas y su perfecta exactitud. De todo el estuche de geometría su pieza favorita era el compás. Me maravillaba verlo hacer círculos en su cuaderno para luego presumírmelo… ¿consentido? Sí, sí lo era. Había quedado muy atrás aquella promesa que me había hecho de no tener preferidos en clase, pues siempre había sido de la idea de que la educación es pareja y que la paciencia era como la luz al amanecer, irradiando para todos. Amabilio y su amplia sonrisa de dientes perfectos me dobló por completo. Era un niño amable y de padres que se la vivían en el jornal. Simple y llanamente creció de primer año a sexto, como una yerba, a la buena de Dios y siguiendo únicamente mis consejos de maestra buena. Ser calladito y de cabello cobrizo lo hacían blanco de mil punzadas hirientes, pero ahí estaba yo, la maestra Bertita para cubrirlo cuando me era posible.

Era mediado de mayo cuando sus papás llegaron para anunciar que Bilio no volvería a la escuela. Había razones obvias, eran tan pobres que apenas tenían para comer; pensar en uniformes, cuadernos y cuotas, era algo fuera de su alcance. Entonces dije, Yo, yo me ocupo de esto señores, no se preocupen por él, lo importante es que Amabilio termine sexto grado, se gradúe y si ustedes me lo permiten, seguiré apoyándolo para que siga su secundaria. Entonces me convertí a la distancia en su madre sustituta. Me ocupé de sus útiles, almuerzos y claro, de enseñarle lo básico para que viera la vida como algo hermoso.

Amabilio Guerra tenía tanto de amable en su infancia, como lo que tuvo de Guerra en su adolescencia. Llegar a primer año de secundaria y relacionarse con amigos que únicamente pensaban en una vida libre, molestar chicas y fumar marihuana, lo llevaron en unos cuantos meses a desterrarse, no sólo de casa, también de la buena relación que llevaba conmigo. Yo, mujer preparada y contratada para dar clases de secundaria en la ciudad, terminé, para mi fortuna dándole clases a ese chamaco que ya empezaba a plantarme canas verdes. Sus padres, ajenos a sus fechorías, se limitaban a vivir y a buscar sobrevivir en ese barrio en el que los políticos sólo iban en tiempos electoreros.

El día que murió Clemencia Tavares, estuve ahí para presenciarlo pero no para perdonarlo, ocultarlo o hacerme la que no me había enterado de nada, bueno, esas eran mis pretensiones de mujer justa. La jovencita había muerto cuando el malandro le había lanzado una butaca cuando esta no había querido ceder a sus nacientes deseos malsanos. Testigos sólo yo que había visto la escena desde el aula hasta allá, al fondo de los patios y en cementerio de mesas, butacas y pizarrones. Al momento corrí a ayudar a la jovencita, pero este, ya alto y fuerte, me detuvo a un lado de las canchas, me tomó del cabello con fuerza amenazándome con matarme si lo denunciaba. Entonces callé y al día siguiente, cuando se desató el escándalo, no me restó más que meterme al baño y ahogarme en llanto. Las malas investigaciones no arrojaron nada contra Bilio y cuando me entrevistaron los policiales, tuve el talante de fingir una seguridad letal en mis afirmaciones. De ahí en adelante ese muchachito se encargó de burlarse de mí. Ya hacía comentarios de mal gusto en plena clase, me lanzaba objetos, me metía el pie y en el más burlesco de los casos, me daba de nalgadas frente a todos. Mi vida cambio de golpe y de ser la mujer que le enseñaba geometría con tanta pasión en la primaria y matemática analítica en primero de secundaria, pasé a ser su juguete, una mujer temerosa de verlo venir y que me hiciera algo. Ganas enormes tenía de contarles a mis superiores, a mis colegas, pero hasta eso me había robado el chamaco que, al verme un día conviviendo con mis compañeros, me amenazó apenas pudo, con hacerme cosas vergonzosas si me volvía a ver tan en comunión. En mi cabeza rondaba la cruda imagen de Clemencia cayendo entre los fierros viejos y no sólo eso la bestialidad del joven arrebatándole la ropa interior, ponerla en su bolsillo y correr a mi encuentro.

Segura estaba que nadie me había visto salir de la comandancia de policía ese día domingo. Había tomado tantas precauciones que al salir, el aire fresco de la tarde me dio un sano respiro que me sentí viva. Anhelaba con todo mí ser que Bilio tomara conciencia. Malo no era y si tenía que pagar el precio, tenía que hacerlo. Muchas veces yo misma le había dado lecciones de moral y acciones civiles, por ello quería entender que él igualmente comprendería que sus errores llevaban una consecuencia.

Segura estaba que Bilio no estaría ese día de febrero en la escuela. Para esa hora seguro la policía ya lo tendría bajo resguardo y yo al terminar las clases, iría verlo… pero me enfrié entera al mirarlo hasta el final del salón, sí, ahí estaba Amabilio Guerra mirándome con el entrecejo caído y los ojos rojos diamante. Todos desparecieron de mi objetivo para ser él el único de la clase. Sentí que solo éramos él y yo contra un destino echado para ser cumplido. Entonces sonó estridente el himno nacional emergiendo de unas bocinas reventadas. Todos se pusieron en pie y con el brazo en el pecho comenzamos a entonar el canto. Ambas manos de Bilio estaban en sus bolsillos. A la distancia y mirando a discreción, podía notar que sus dedos en puño inquietos se remolineaban dentro.

─Sentados, por favor─ dije. Todos se sentaron. Bilio siguió de pie demostrando que nadie le daba indicaciones.

─Toma asiento, Amabilio, gracias, el himno terminó.

Él seguía ahí, de pie y con esos pantalones caqui que yo misma le había mandado hacer al iniciar el año. Nadie osaba mirar atrás a ese jovencito alto y fornido al que la gran mayoría le temía.

─Muchachos, vamos a las canchas, tendremos una rato de relajación muscular, Bilio, quédate un momento; Rodrigo, ve a la dirección y pide tres balones de basquetbol, vayan allá, en un momento vamos con ustedes.

Pero ya no los alcanzamos porque apenas estuvimos fuera de foco, ajenos a cualquier mirada, Bilio se me fue encima tan alto como era que para cuando quise ponerme a salvo al correr hacia la puerta, este me alcanzó, cerró la puerta, me tiró al piso para luego arrastrarme hacia la sección de los mapas junto al pizarrón.

─ ¡Te mataré perra!

─No me digas, así hijo ─dije en un nerviosa y en un lamento.

─ ¡No soy su hijo, porque si así fuera, no me hubiera denunciado!

─ No lo hice.

─ ¡No mientas, idiota, te vieron salir de la comandancia ayer por la tarde!

─ ¡Es por tu bien, Bili, por tu bien, sabes lo mucho que te quiero!

─¡¡Cállate!

Y se me vinieron encima dos, cuatro, doce, veinte bofetadas, una tras otra. Luego puntapiés y finalmente montarme, sacar un compás de su bolsillo, clavármelo en el vientre y gozar mi miedo.

─Bili… ¿recuerdas los círculos que hacíamos juntos cuando eras muy niño?─ pregunté agónica e intentando que por medio de los recuerdos entrara en razón─ ¿lo recuerdas?, siempre fuiste muy diestro para eso, de hecho hasta aprendí de ti… Bili, no me hagas daño, por favor…─ y comencé a sollozar doliéndome, no la punta entrando muy quedo en mi piel, sino el corazón devastado de ser herida por quien tanto había amado.

─ ¡Yo igual la quería, pero no supo defenderme de mi papá que me hacía cosas horribles!─ dijo finalmente y a punto del lloro. Pero no lloraría porque estaba en un punto de orgullo y masculinidad adolescente que no lo dejaría ceder.

─ ¿Qué dices, Bilio? Pero si siempre estuve para ti. Siempre pensé que en tu casa todo iba bien─ exhalé más sudorosa y mareada.

─Usted no sabía nada maestra, papá abusaba de mí frente a mamá y le gritaba en su cara que yo lo complacía mucho mejor que ella, ¡ese maldito infeliz me desgracio la vida, maestra!

─ ¡Tranquilo, Bilio, Tranquilo!

─ ¿Me pide tranquilidad, maldita bestia? ¡Me dejó solo, solo, solo cuando lo único que deseaba cuando me pasaba eso era verla entrar con el metro de madera para cortarle la cabeza a papá; con el compás para clavárselo en el corazón, con la escuadra para hundírsela en la espalda!!… ¡¡pero nunca llegaste, perra, nunca llegaste!!

Y era verdad, no llegué y siempre lamentaré el hecho de creer que todo iba bien en casa. No sé si fueron tres o cuatro segundos, un minuto tal vez, en que su mirada y la mía se mantuvieron enfrentadas. La mía colmada de lágrimas amando a mi niño, y la de él, de una furia comprensible.

─Hazme un circulo, Bilio─ dije agónica─, pero en mi pecho, sácame el corazón de una vez si has de seguir así, mijo, este no eres tú─ y así, de un momento a otro, su expresión tornó de lobo hambriento a cachorro indefenso. Sus ojos se humedecieron y sintiéndose por un instante avergonzado, aflojó la púa y salió corriendo del salón. Más de media hora quedé tirada entre los enormes mapas de Europa, Asia y América. Desde mi posición embrionaria y extinguiéndome en quejidos me cubría con mis manos temblorosas y manchadas esa contusión que de soltar, seguro me arrebataría la vida… entonces entraron los muchachos extrañados de que no acudiera a la cancha. El resto pasó tan rápido que apenas me recuperé y fui a verlo al tutelar de menores. Se negó a recibirme una veintena de veces, pero justo al año dijo:

─ Sí, sí llegué a odiarla, maestra, pero aquí, y aprendiendo cosas de Dios en la doctrina, me he dado cuenta que nada fue culpa suya, ni de mis padres que ni siquiera han venido a verme, todo fue culpa mía, por no denunciar, por tener miedo. Sentía tanto rencor, pero llegó Jesús a mi vida y todo cambió. Gracias maestra por todos estos días en los que tuve de usted lo que he necesitado para sobrevivir en este lugar… y con respecto a lo que me pasó en casa, pues me sigo sintiendo sucio y…

─No digas eso, Bilio, mira, aquí estoy contigo. Siempre lo haré mientras me lo permitas─ Y se dejó abrazar apretándome fuerte, como tantas veces anhelé que lo hiciera.

No vale la pena decir cuánto tiempo estuvo tras las rejas, pero yo estuve ahí apoyándolo y cuando finalmente salió, seguí vigilándolo hasta que se graduó de ingeniero agrónomo, se casó y se fue a vivir a Chihuahua.

Hoy ya soy una maestra jubilada y con todo y que tuve compañeras que tenían todo, menos el don de amar a los alumnos, mi regla de oro era que tenía una tarea, una sola, educar y amar. Sabía que la mejor educación venía de casa, pero consiente estaba que eso era muchas veces una quimera, que no existía y que si estaba en mis manos, una caricia podía cambiar un mal día en la vida de mis alumnos.

Hace unos días vino Bilio con mi nieto, porque hasta eso me ha permitido, que le diga nieto al pequeño Josafat. Mi nuera es una alpinista que ha trepado los picos más altos de México, pero yo, la maestra Bertita, me jacto de haber logrado conquistar el único corazón por el que tanto luché como maestra, el de Amabilio Guerra, ese que tenía tanto de amable en su infancia, pero mucho de guerra y combate en su adolescencia.

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