─Vete y no peques más─ me dijo el sacerdote luego de haber intentado castrarme.
Vivíamos en Sabinas allá en los noventa y yo tenía diez años. Odiaba el catecismo porque lo mío era el fútbol. Era muy chico, pero también muy bueno. A mamá le gustaba estar siempre metida en la iglesia de San Francisco de Asís, allá por la Loma del Aire o Santa Cruz.
Amaba el fútbol, pero mamá prefería fuera a doctrina. Mis lloradas nunca fueron escuchadas y mi balón terminó desinflado en el patio de mi casa. Siempre viví en la colonia Flores Magón, allá por los Autobuses. Había otras iglesias en la ciudad, pero mamá siempre quiso llevarme hasta las manos del Chamuco. Así le decía al padre que no solo me obligaba a ayudarlo a cambiarse antes de la misa, también a ver películas para gente grande rentadas en Vídeo club Guadalajara. Eduardo, que trabajaba en Merco, había sido monaguillo mucho antes que yo. Él le llevaba las películas. El padre las disfrutaba mucho y mientras yo limpiaba los utensilios sagrados en la sacristía, el hacía cosas raras para mi edad.
Un día me pidió que me acercara. Me negué. No quise contarle a mamá, pero a la tercera vez lo hice. Mamá fue a reclamarle al padre, pero curiosamente salió llorando sintiéndose culpable de no sé qué. A partir de ahí y cada noche, mamá me ponía a rezar siete padres nuestros que aunque no lo crean, me lo sigo sabiendo como un castigo eterno.
Al día siguiente del reclamo al padre, éste me llevó a un cuarto donde estaban los cachivaches. Bajó un hermoso Cristo de una repisa y nos pusimos a limpiarlo. Lo sacudimos bien y me dijo que lo usaríamos en una procesión en una semana. Ya sin túnica y estando el puro cuerpo de plástico sobre la mesa, me dijo mirándome a los ojos:
─ Soy un hombre de Dios. Fui consagrado para guiar a sus hijos. Me acusaste con tu madre de invitarte a hacer cosas no buenas, pero ella no creyó. Mira a este Cristo ¿te fijas como no tiene lo que tenemos todos los hombres? Alguien se los quitó… y yo te los quitaré a ti si no haces lo que te digo, además, haré los respectivos trámites para que tú y tu mamá se consuman en el infierno, y mira que tengo el poder para hacerlo.
Entonces el miedo se adueñó de mí. De ahí en adelante me convertí en el hombrecito más triste de la ciudad. Vagaba por la ribera del río y por los cerros. No sonreía y en la escuela me convertí en la burla de muchos. La maestra Rosalinda, en la escuela Boone, me estiraba duro las orejas y yo, apenas podía, corría y me metía a platicar con el Cristo castrado diciéndole que me dijera quien le había hecho tan grande mal para cuidarme de él.
Un día, a los 11 años fui a la iglesia de Guadalupe, frente a la plaza. Armado de valor le platiqué al padre lo que me pasaba. Luego de sonreírme me dijo que el padre al que me refería era un hombre de Dios, que lo obedeciera. Me ensombrecí y no lo hice, al contrario, apenas se descuidó y agarré dos de sus películas y le saqué la cinta. Rompí como tres revistas y enterré en el patio esas cosas largas que usaba para hacerse gritar sólo.
Enterado de mi atrevimiento me agarró del cuello, estaba rojo de coraje y me arrastró hasta el cuarto de los ídolos despanzurrados. Ahí supe lo que era vivir en la casa del Diablo cuando todos creían que era la de Dios. Me desnudó y me obligó a hacer hasta lo indecible… ¡Dios!, lo recuerdo y a mi edad todavía me hace llorar de amargura. Intenté gritar, pero él me metió un pañuelo con el que cubríamos el vino, en la boca. Le pedí al Cristo castrado que me ayudará, igual a todos los santos que estaban ahí que nunca dejaron de mirar el techo ignorando mis súplicas. Lo mordí, sí, lo mordí y no me da vergüenza decirlo porque eso me dio la oportunidad de dejarlo tirado. Sangraba. Mi boca estaba roja. Corrí a la sacristía para llamar a mamá. Ella vendría pronto al oír mis gritos. Escapar no podía pues las puertas estaban cerradas. Cerré por dentro, tomé el teléfono y ahí supe que las cartas estaban echadas. Un candado aseguraba al aparato. No podía llamar. Entonces se abrió la puerta. El padre entró, desnudo y dispuesto a destruirme. Se veía calmo. Sin hacerme daño me tiró en el piso, me besó y me dejó caer tres escupitajos en la cara. Me has negado, hijo, como Pedro a Nuestro Señor. Tomó entonces un abre cartas del escritorio y me puso la punta justo en mis genitales. Recordé al Cristo. Tan niño como era supe que él había sido el del mal. Me sentí perdido. Yo quedaría igual. Mirando mi terror paró. Me levantó y caminamos desnudos hasta un lado de una pequeña pila bautismal en desuso. Sacó un vino y un poco de pan de una estantería. Los bendijo y me dio a comer y tomar. Obedecí muerto de miedo.
─Vete─ me dijo─ y no peques más.
Fui al cuarto de los cachivaches. Me vestí y jamás volví. Tan niño como era sabía de lo que ese hombre era capaz y nunca confesé a nadie lo ocurrido, hasta hoy.