Home OPINIÓN Textos del Viajero

Textos del Viajero

0
0

 

Entré a Súper Gutiérrez y ahí estaba el viejo. Pobre miserable, de “intelectual”, según él, había terminado de empacador en esa tienda de tiranos que echaba a patadas a los vendedores de elotes y cazuelas que se ponían cerca de sus perímetros. Había llegado hasta ahí nada más para verlo y que me viera. Que se diera cuenta que no había necesitado ni de sus centavos de entonces ni de sus consejos para lograr ser quien era. Ser hijo único me había traído una serie de líos, entre ellos, el que papá deseara leyera todos los días y me convirtiera en un lector de su enorme biblioteca. Lo empecé a odiar desde muy chico. Me metía a la cama a apenas caía la tarde y me levantaba con el primer canto del gallo. Mientras mis amigos apenas comenzaban a divertirse, yo ya leía el tan odiado Quijote antes de hacer mis oraciones y dormir. Mamá había muerto cuando yo era un bebé, de modo que nunca la extrañé… mientras caminaba por los pasillos de la escuela Agustín Boone ya soñaba con huir, largarme lo mas lejos posible de él. Negándose mi espíritu a convertirse en taquimecanógrafo, renuncié a una tiranía insoportable a mis 18. Sin avisarle me fui a Lampazos de Naranjo con unos amigos. Me fue mal, lo confieso. Ellos siguieron con sus estudios pues tenían el modo y el escape era sólo parte de la edad. Yo no quise volver a casa y me encarrilé en un grupo que traficaba con migrantes. Me atraparon allá por 1996, pero salí en 1998. Me dediqué entonces a ser auxiliar reparador de mofles para autos y así para el 2000 tenía mi propio taller. En el 2002 lo perdí todo porque había dejado una colita pendiente con los traficantes y creía que viviendo en Linares, ya no me molestarían. Me habían incendiado el local y así de una hora para otra no tenía nada. Pensé entonces en volver a casa. Había pasado tanto año que seguro el viejo ya había muerto y tenía por lo menos la casa para mí.

No tardé en estar informado y me sorprendió que un trabajador de Merco, me dijera que papá todavía vivía y que era empacador en un súper mercado.

Puse la bolsa de pan y un refresco frente a la cajera. Me cobró y de reojo miré al viejo meter mis cosas en una bolsa. Su caja de propinas estaba medio vacía. Medio sonreí, y lo hice a sus ojos porque por mucho tiempo me había leído la Biblia del progreso y de cómo el hombre jamás debía ser ocioso. Papá había trabajado por años como profesor y creía que todo giraba en torno a los libros y la educación.

Cuando me miró, sonrió, me entregó mi bolsa y dijo:

-Gracias por su visita, joven. Se ve elegante con su chaqueta y pantalón de mezclilla… o si gusta puede dejarme una propinita…

Entonces hice una mueca y salí del lugar ignorando el comentario y la petición.

Esperé fuera del local hasta que cerraron. Durante todo ese tiempo pensé en lo bajo que había caído el anciano y cómo había quedado tan jodido luego de ser maestro.

Lo vi salir, dirigirse al área de bicicletas y tomar una. Por dios, más bajo nomás no. Pasó junto a mí y me saludó viéndome a los ojos.

-¡Qué tal joven, que pase buenas noches!

No le respondí.

Lo seguí hasta la casa, la cual había sido renovada y lucía hermosa. Papá siempre había sido amante de las plantas y por ello los jardines estaban de lujo. Me soñé viviendo ahí, como debió haber sido, pero sin él.

Luego de una hora lo vi salir sólo a poner la basura en su lugar y checar el buzón.

-Veo que se ha olvidado de mí, papá- le dije con firmeza.

-Los papás no son como los hijos, Gustavo. Uno siempre espera el regreso y siempre los recibirá con gusto. Esta es tu casa, bueno, si la crees digna de tus progresos obtenidos en este tiempo que no has estado… pero anda, pásale, te invito un café, está refrescando y no es bueno estés fuera de tu casa a esta hora.

Esa noche le conté a papá mis desgracias y no dudó en hospedarme. Supe que estaba súper bien y que el ser empacador era para no estar sin hacer nada.

Al día siguiente lo vi hacer lo que hacía desde que era yo un jovencito. Esto era, levantarse temprano, leer el diario mientras tomaba su café y luego asear un poco la casa y salir a sus responsabilidades. Juro que me hartó verlo ser el mismo. Estaba más viejo y más empedernido en su rectitud.

– Te doy un par de días para que encuentres trabajo. Eres muy joven. Todavía hay quien contrate taquimecanógrafos.

Cuando lo vi salir vi mi pasado de regreso y en ese momento dije no, no soy de aquí.

Entonces tomé algunas cosas que no me pertenecían y las puse en mi mochila. Tomé entre otras cosas, dinero y algunos pisa corbatas de oro.

Viajé a Monclova y en una semana comencé a trabajar en una planta de aceros. Papá tenía razón, no me costó trabajo tener empleo, pero también tuvo razón en lo que siempre me decía de niño

“El hombre se hace hombre a base de esfuerzo… siempre saca la casta hijo y jamás humilles a tu persona. Respeta lo ajeno y verás que en el devenir del tiempo serás grande, porque grande sólo es aquel que se apega a lo justo… y si no es así, la justicia lo reclamará”

Y me tomaron preso justo a los dos meses de estar laborando y de haber ocupado un puesto de importancia.

-¡Lárgate, vete… ahora vienes a sacarme y hacerte el héroe, eso no va conmigo!

– No vengo a sacarte hijo, eso va contra la justicia misma. Sacarte es hacerte más daño. Esto es aprendizaje. Vine a dejarte comida y a decirte que cumplida la sentencia puedes volver a casa.

Pasaron más de siete años antes de volver a verlo. Viví en mis rencores por años y con todo y que salí al año de prisión, no volví a buscarlo.

Tiempo después y con motivo de una reunión de amigos volví al centro comercial y volví a ver a un jovencito ser subido a una patrulla por vender muéganos. Entendí que Súper Gutiérrez seguía siendo una empresa ambiciosa y tirana… y ahí estaba el viejo, ahí estaba papá más encorvado y empacando. Lo miré a distancia. Me daba tanta lástima. Tantos profes viviendo su pensión dignamente y él ahí, recibiendo sobras. En un momento cayó de sus manos un frasco de mayonesa que al caer al suelo se rompió. También un par de tazas y una salsa. El guardia se seguridad tomó a papá del brazo y lo llevó a la oficina. Pasaron a mi lado y la mirada cansada del viejo se cruzó con la mía. Desde mi lugar vi por el cristal cómo le hablaban al anciano. Sus expresiones recriminadoras me alteraron al verlo a él así, cabizbajo y humillado. Entonces entré. El guardia quiso detenerme pero lo evadí.

-¿Cuánto se debe?

-No te metas hijo, hay que pagar lo roto.

-¿Y porqué le están gritando de ese modo?

El guardia quiso volver a sacarme, pero al decir que pondría una demanda, se tranquilizaron.

Salí del lugar llevando a papá del brazo. No hablaba nada. Le tomé la barbilla y se la levanté para que me viera. Lloraba. Entonces me doblé y lamenté todos mis errores.

– No me tengas lástima, hijo. No pasa nada. Soy viejo, se me caen las cosas.

– Papá, míreme… no le pediré perdón, pá, pero no lo volveré a dejar sólo y no, no viviré con usted ni pretenderé nada, porque nada merezco, pero debo restituir.

– Usted no debe hacer nada, mijo, nada. Usted viva y sea feliz. Ahora, que quiere vivir en casa, pues ahí está.

Y me fui a vivir con él. Papá, ¿Cómo es que me di cuenta de su grandeza en el ocaso de su vida? Me perdí de tantas cosas a su lado y todo por mi estúpida idea de que era hombre anticuado… pagué cada uno de mis errores y jamás me pidió perdón por haberme metido a la cárcel, y no me lo pediría porque para él la justicia era primero.

Me he ganado a pulso cada uno de los pesos que han entrado a mi bolsillo y con todo y que dentro de las cláusulas de heredad de la casa estuviera una que decía no la obtendría hasta tener yo un título universitario, hasta a eso me ajusté. Por ello, casi diez años después y ya graduado como abogado penalista obtuve esa casa que hasta la fecha ha significado mucho para mí. Cada pasillo, cada libro, cada corbata y cristalería son la viva esencia de un hombre justo al que trato de emular en mi día a día.

DEJE SU COMENTARIO

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *