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El mundo está cambiando de forma vertiginosa, y la dinámica impuesta por las nuevas tecnologías —y los nuevos medios de comunicación— privilegia a las sociedades capaces de entender las nuevas circunstancias. Quienes logran adaptarse, enriquecen su propia cultura y alcanzan la prosperidad económica: las demás, permanecen siendo consideradas en vías de desarrollo.

La función del Estado, en ese sentido, es brindar al individuo el conocimiento —y las herramientas necesarias— para entender la realidad, y aprovecharse de ella en beneficio de la comunidad entera. Ésa es la importancia de la educación pública: quienes hoy pasan por las aulas, en unos años compartirán no sólo una visión conjunta sobre los problemas que habremos de enfrentar, sino también sobre las maneras que tendrán para resolverlos. El México del futuro se construye cada día, en las lecciones que reciben nuestros hijos: si les enseñamos a odiar, odiarán; si les enseñamos a tener rencor, no tendrán los medios para lograr acuerdos. Si los enseñamos a ser mediocres, se conformarán con tender la mano al gobierno y pedir ayuda: en estas circunstancias, ¿cómo nos imaginamos el México del futuro?

¿Cómo nos imaginamos el México del futuro? La pregunta, en las circunstancias actuales, resulta más pertinente que nunca. El mundo avanzará, la tecnología se seguirá desarrollando. Las cadenas productivas se integrarán regionalmente; los puestos de trabajo serán reemplazados por máquinas más eficientes, la civilización sufrirá cambios radicales —los está sufriendo— mientras que la sociedad mexicana pretende definir el rol que jugará en lo que, en términos históricos, no son sino unos instantes. El mandatario tiene muy claro cómo sería el país que anhela, y se dispone desde ahora a moldear ciudadanos que piensen como él y reconozcan su legado; el titular del Ejecutivo siempre ha pretendido llegar a los libros de historia, y a falta de méritos cuenta con sus propios redactores. Con sus tontos útiles dispuestos a aplaudirle cada ocurrencia.

El debate sobre la educación es el más importante de todos y, sin duda, el más sensible: el futuro promisorio que podría alcanzar nuestro país —y que podrían disfrutar nuestros hijos y nietos— hoy se encuentra en riesgo por el capricho de un solo hombre. La discusión sobre el contenido de los libros de texto trasciende el ámbito de la mera disputa electoral en turno, y su resultado podría marcar a generaciones enteras: las decisiones del gobierno en funciones no sólo han enturbiado nuestro presente, sino que ponen en riesgo la viabilidad de la nación a futuro.

El Presidente desea un país pobre, en el que todos agradezcan sus programas sociales; el mandatario construye un país ignorante, en el que nadie cuestione las políticas trasnochadas que pretende heredar a sus sucesores. El mandatario diseña un país rencoroso, dispuesto a invocar la revocación de mandato en cuanto él lo indique a sus huestes: el Presidente quiere un país de mediocres, en el que nadie gane —ni sepa— más que lo que indica el parámetro de sus propias limitaciones.

El Presidente planteó el futuro que desea, y al hacerlo abrió —sin querer— la caja de Pandora. La narrativa del héroe antagónico arroja resultados cuando se cuenta con un adversario frontal, pero deja de funcionar cuando se enfrenta al pueblo y se rebelan sus intenciones autocráticas: la gente confía en el que lucha por ellos, pero es capaz de entender cuando el caudillo los traiciona. La Nueva Escuela Mexicana no es revolucionaria, sino mediocre: el nuevo modelo educativo no rescata a los olvidados, sino que los condena a la miseria física e intelectual.

Nadie puede ganar más que el Presidente: nadie podrá —por lo visto— saber más que un mandatario mediocre al que se le acabó el tiempo. ¿Qué oportunidades tendrán, en el mundo del mañana, los profesionales mexicanos formados en el sistema obradorista? ¿De qué les servirán, en el mundo real, las tonterías que les pretenden inculcar?

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