“El Falso”
Salí de De Urquizo moda hombre porque mi viejo debía irse bien vestido, y no como un mamarracho y pobretón.
De pie en la entrada de la funeraria García me di cuenta que nadie le lloraba a papá. Un mesero mal fajado repartía rosquillas y otro, de ceño caído y sin porte, ofrecía café. Había manejado desde San Antonio y lo único que deseaba era ver al hombre que me había dado todo. Los primeros que repararon en mi presencia comenzaron a murmurar. Los murmullos inquietaron a mis hermanas Lili y Tadea. También a José, Luis y Jacobo. Papá había muerto a los ochenta y todos nosotros ya brincábamos los cincuenta. En un momento todo se hizo silencio y con el dolor clavado en mi pecho me acerqué a la caja. Sentía la mirada de todos encima de mí, pero no me importaba. Mientras andaba por el pasillo me recordé la vez que habíamos hablado hacía ya un tiempo
《Aguántate, viejo, ese dolor se te ha de pasar y luego te traeré a San Antonio, acá no hay miserias》
Pero se me había ido sin oírme, había preferido quedarse con mis hermanos que dizque ellos lo cuidaban mejor, ¿qué mejor? Cuando lo tuve en con los gringos hasta lo mandé a Austin a un hospital especial para que le quitaran esa chingadera de podredumbre qué traía en el pie. Lo mandé a México bien curado y todo, ¿y que hicieron mis hermanos? Ahí nomás lo traían en el rancho para arriba y para abajo. Ya lo llevaban a una fiesta, luego a la otra, que la posada de quién sabe quién, que a la chingada misa y a la bailada de danzón a la plaza los domingos ¿Qué no veían los tarados de mis hermanos que papá ya nomás no daba una? En Austin lo trataban como rey, comía cosa buena, mi viejo. Cada mes, de los seis que estuvo allá, lo iba a ver y se mejoró mucho; y sí se me puso necio de que quería regresarse para México fue que porque se aburría y quería ver a sus hijos… ¿qué chingaos quería verles? La Tadea y la Lily se la pasaban con sus maridos en el rancho, y mis hermanos, ¡Dios!, buenos pero para nada. Me los traje pa los Estados Unidos, pero a la primera de engrandecimientos y compraderas de cosas les eché la migra porque sombra nunca me ha gustado que me hagan. En México no han hecho nada, porque son inútiles.
Ver a papá metido en ese cajón me partió el alma en mil trozos. Ahí estaba, escueto y sin nada que lo hiciera ver como todo un grande. Iracundo y sin poder llorar voltee a ver a mis hermanos: ¡Ustedes lo mataron de hambre, miserables! ¡Ustedes lo convencieron de que ya no se fuera conmigo y ahora mírenlo!
El chamaco que tocaba la guitarra paró en seco la canción y salió del lugar un tanto asustado.
Nadie me respondió, mis hermanas, reinas de la hipocresía se echaron a llorar como si aquello me fuera a conmover. Mis hermanos se pararon y salieron del lugar, pero los paré en seco a medio pasillo.
-¿Huyen? Sí, claro… no son ni para defender a sus hermanas… miren este cajón, bola de flojos, ¿no les dio ni tantísima pena haberlo metido aquí? ¿Eso merecía papá? ¿Para eso me lo quitaron? En Austin vivía como se merecía, un rey era poco… ahora me ven aquí y se van… ¿cuánto les costó esta madre de cajón? ¿Cuánto, Tadea? Dime, porque eres muy cristiana y te la pasas dando diezmos pero a papá lo metiste en este cajón de triplay. No tienen vergüenza… ah, pero mucho mesero ¿para qué? Ultimadamente ¿todos estos quiénes son? Puros jodidos chismosos, ¡Lárguense, lárguense!
Y todos comenzaron a irse.
-Metan el cajón dentro- le pedí al encargado de la funeraria- saquen el cuerpo porque lo vamos a volver a vestir. Es más, yo lo vestiré.
Salí del lugar y caminé por la avenida Madero. Lloraba y cada paso que daba era como pisarme el corazón. Entré a De Urquizo Moda hombre y le pedí al señor Paco el mejor traje que tuviera. Conocía las tallas de papá y salí de ahí hasta con un par de zapatos de esos que el viejo nunca tuvo pero que hubiera deseado tener. Entré a Merco y en perfumería compré una crema de afeitar “Old Spice” y un Hugo Boss.
Ya en la funeraria pedí me dejaran solo pues aquello era tan sagrado para mí que nadie sino yo debía hacerlo. Lo desnudé lentamente sin detener mi llanto. Me dolía tanto verlo así tan chiquito cuando había sido un hombre fuerte y enérgico. Verlo reducido a un cuerpecito enclenque y sin gracia me estaba matando de a poco. Por un momento quise llamar a mis hermanos, pero al momento me convencí que habían sido ellos quienes lo habían matado.
Con serenidad le unté un aceite de almendras por todo el cuerpo. Me detuve un poco en sus pies huesudos que en otros tiempos y siendo niños nos había llevado a vivir las mejores aventuras de nuestras vidas. Cuando lo afeite no pude más y me eché sobre su cuerpo sin vida… ¡Papá, terco te me fuiste, te dije que me esperaras, que te llevaría a Pátzcuaro a ver tu pueblo, no me esperaste, viejo!
Le ajusté el traje, le anudé la corbata, le puse sus mancuernillas y quitándome mi cadena de oro, se la puse en su cuello. Quité mi anillo de plata y se lo puse en su dedo meñique. Anudados sus zapatos bostonianos me dediqué a rociarlo del Hugo Boss.
Con ayuda de los trabajadores lo metimos en un ataúd de cedro y olvidamos el asqueroso de pino forrado de terciopelo en que había estado antes. Llamé a los mejores mariachis y tras cerrar las puertas de la funeraria, me puse a llorar la partida de papá… ¿a quién quería engañar? Terminé echando fuera a los músicos cuando acepté, pasada la madrugada, que me había llevado a papá a San Antonio y que después que me había firmado como heredero de los tres ranchos en México, en una visita al hospital de Austin, lo había mandado de regreso con mis hermanos. Mis hermanos, ellos no querían nada, ellos solo querían juntar dólares y hacer su casita en Sabinas, pero yo les eché la migra cuando los vi ganar y ganar. Abandoné a papá a su suerte sabiendo que él me había ocultado en el desierto con agua y todo al ver a la migra, y dejarse atrapar. 《Ande, mijo, gane sus dólares y ayúdeme a levantar los ranchos, pero no se deje atrapar》
Y lo agarraron y lo echaron por la frontera de Chihuahua. Solo él supo cómo le hizo para volver a Sabinas. Nunca le mandé un dólar, nunca.
Salí de la funeraria y mis hermanos me miraron por un momento sin decir palabra. Tadea se me acercó temerosa, y me abrazó. Cobarde no le respondí el afecto, pero cuando llegué a la Tampiqueña, volví el rostro y abrazados todos ellos, lloraban sin consuelo. Quise ir, unirme al dolor, pero no lo hice. Ellos hicieron de la vida de papá en sus últimos años, lo mejor. Los envidiaba y odiaba al mismo tiempo.
Años he llorado mi traición y con todo y que cedí los ranchos a mis hermanos, ni con eso he logrado mitigar este maldito dolor de la soledad acá en los Estados Unidos.