Federico Berrueto
Es recurrente señalar que la oposición vale 40% de los votos. No es así por dos razones: la primera, porque en toda democracia importan los cargos, no los sufragios. Allí está el caso reciente de Inglaterra, el partido laborista tiene una abrumadora mayoría legislativa, dos terceras partes de los asientos en el parlamento con una votación de 34%. La sobrerrepresentación es un efecto indeseable de la elección por mayoría simple, pero nadie disputa a los laboristas el derecho a la mayoría parlamentaria, ni el de formar gobierno.
La segunda consideración es que los pesos electorales de los proyectos políticos se modifican para bien o para mal una vez que transcurre la elección. Los votantes estables en sus preferencias son minoría y es común en México que el partido ganador pueda verse fortalecido con las decisiones de gobierno. En otras palabras, el resultado de la elección es una fotografía de una película rápida.
La oposición no vale los votos obtenidos, en el mejor de los casos su peso es el de los cargos alcanzados, considerablemente menos por un descuido elemental en la disputa distrital. Se ganaron 44 de 300 y varios estados se perdieron en la elección de senadores por una diferencia mínima. Si hubiera habido un entendimiento entre MC y el frente opositor para acordar declinaciones a favor de quien estuviera en mejores condiciones de prevalecer, otra historia se estaría contando, se habría conjurado la amenaza al régimen democrático.
El saldo es que el poder unifica y la derrota divide, disminuye y desalienta. Ese es el balance de hoy y los gobiernos diferentes a los de la coalición gobernante se ven obligados a entenderse con quien detenta el poder nacional. Las necesidades o debilidades tienen que ver con el presupuesto, la ejecución de obras de infraestructura y su mantenimiento o para coordinarse en temas básicos como la política social o la de seguridad pública.
La oposición no está propiamente en los partidos, sus legisladores o sus autoridades; la que importa y vale es aquella con capacidad para resistir, condicionar o influir en las decisiones de autoridad. No es la opinión pública ni la publicada, en su mayoría está, como casi siempre, con el ganador. Son los poderes fácticos y lo mismo significa los trabajadores del Poder Judicial por su rechazo a la reforma del régimen, que los inversionistas renuentes o temerosos o las organizaciones civiles que demandan seguridad. La oposición social, no la empresarial o de las élites tiene más que todo expresiones de resistencia y es efecto de una lucha política que se dirimió en términos de guerra y de un proyecto que llegó no para gobernar, sino para cambiar al régimen político y con ello las premisas de existencia de la pluralidad.
Los partidos opositores, desde antes, padecen una severa crisis de representación. Sus burocracias dirigentes perdieron sentido no solo de sus bases sociales y causa, sino de la política misma. La descomposición es abrumadora y más la del PRI; MC y PAN no están exentos de crisis existenciales. La derrota en muchos sentidos conduce a una etapa terminal. Los partidos aludidos están obligados a reinventarse y no se advierte capacidad, visión e imaginación para acometer con éxito un reto de tal magnitud. Quizás un liderazgo joven emergente tenga potencial electoral. Luis Donaldo Colosio, Manolo Jiménez o Alessandra Rojo de la Vega son ejemplos de que no todo está perdido en términos de votos, aunque importa más una transformación profunda, tema no de carisma, sino de visión estratégica.
No existe claridad en qué depara el futuro. Los ganadores gozan de los beneficios que acompañan al triunfo, pero también de una responsabilidad que la propia magnitud de la victoria les borra del horizonte una oposición institucional que les sirva como pretexto, «punching bag» o causa para legitimar el proyecto propio. Recurrir al pasado para justificar los malos resultados de la gestión pública cada vez es más ineficaz y hasta grotesco. Las dificultades adelante son considerables.
Lo que resiste apoya y si no hay quien contenga, afecta la calidad de las decisiones de quien manda y gobierna, como ejemplo es ese engendro de reforma judicial que habrá desgastar al gobierno actual y dañar al país sin reportar beneficio alguno; de cualquier manera, la Corte estaba en proceso de colonización. Las pulsiones autoritarias cobran impulso y legitimidad cuando no hay quien las contenga.