Me casé a los 16, a los 17 nació mi hijo y a los 18 explotó la mina. Eran los sesenta y vivía agradecido de haber llegado tarde a trabajar. Desde el terrero sur sólo alcanzaba a divisar la humareda . A los 19 Luly se me fue a vivir con otro hombre. Sin miedos ni afectos me dejó solo con nuestro niño. Me fue tan difícil esos primeros años en los que a como pude y buscando ayuda hasta de desconocidos, pude trabajar y sacar adelante a mi hijo; por lo menos hasta que conseguí un buen trabajo en la harinera y me quedaba tiempo para estar con Fili, mi chamaco.
A los 7 años Filiberto se tragó una canica mientras yo hacía chicharrones en un cazo. No escuché ni uno de sus gemidos, pero uno de sus amigos corrió hasta mí para decirme. Lo vi a lo lejos retrocerse en el polvo y hasta ahí llegué intentando sacarla aquella bolita de cristal. Lo hice, pero tarde. Llegué a la clínica con un niñito sin fuerza y casi sin respiración.
No lo vi por tres días. No me dejaron verlo por nada del mundo y cuando por fin lo hice, Fili ya era otro… era otro… era algo así como como un cuero de chiva deshidratada tirada a la orilla del camino. Sus ojos ya no me miraban como antes; ahora echaban su luz hacia arriba, como buscando allá, en el techo, en el cielo o en sus recuerdos, algo que lo sacará de ese cuerpo que no era el suyo, y es que en verdad no lo era, no era el que yo había llevado… pero era él, sus dos lunares en la planta de su pie derecho lo decía.
Por mucho tiempo maldije ese morralito de canicas que con tanta ilusión le había comprado por su cumpleaños. Casi me las había arrebatado cuando me vio sacarlas de mí bolsillo… y de no tener amigos, había pasado a ser popular porque tenía un morralito de canicas.
Ni Dios, si es que existe, supo lo que pasé con mi Fili por muchos años. Él murió a los 22 y bien feliz. Ya lo creo que si.
Doña Porfiria, sobadora de aquí de la cuchilla, me ayudó mucho en su rehabilitación. Con todo y que mi niño no caminaba, sí movía su silla.
En la semana Santa de 1983 fuimos algunos vecinos al río. Entre comilonas y bailables norteños pasábamos una reunión como pocas. Desde mi lugar veía cómo Fili reía con sus expresiones desfiguradas. Yo consiente estaba que causaba cierto miedo en los pequeños. Se estremecia de gusto cuando escuchaba la guitarra, la trompeta, la flauta. De sólo recordarlo ahí, bajo la amplia sombra del sabino, se me juntan las lágrimas y la saliva en la garganta. No supe ni cómo, ni en qué momento, pero de no verlo donde estaba, me entró una histeria que terminó esa misma tarde cuando encontramos su silla y su cuerpo a pocos metros de donde nos hallabamos.