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Santo de mi devoción

Santo de mi devoción

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AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO

El VIAJERO VINTAGE

@derechosreservadosindautor

Nulfo era peor que el Negro Sebastián. Estando enamorada permitía los peores abusos siempre con la esperanza de que un día cambiara. No era necesario que me pegara para que lo quisiera porque pelotas estaba por ese hombre que no era cualquier individuo de colonia marginal. Arnulfo Godínez era un guapo de cabello vaselina y pantalones Topeka tan arrequintados que se convertía en antojo de zorras y mojigatas de iglesia. Y no lo digo por decir. Un día que fui a la iglesia a rezarle a la virgencita para que me ayudara a salir del apendejamiento en el que estaba metida, me encontré, sin que ellos advirtieran mi presencia, al Nulfo y a la santurrona de Patty la Neja, una mujer que hacía el aseo en el templo. Me tragué el coraje, la impresión y el miedo de un sorbo. Atornillada al suelo y bien pescada a la gruesa puerta de madera, vi a todas claras la gruesa mano de dedos abultados de mi hombre, metida entre las piernas de esa cualquiera. Yo, que bien me sentía una mujer fiel y cumplidora estaba ahí, viendo por quincuagésima vez a ese hombre hacer de las suyas.  Sin poder evitarlo se me salió un gemido de dolor, muy diferente al de La Neja, que estaban siendo de placer. Nulfo volteó atrapando mi indiscreto atisbo. Hui del lugar, pero me alcanzó a un par de cuadras. Tomándome de la trenza me dio dos o tres puñetazos lanzándome al suelo. Me dijo que nada tenía que andar haciendo fuera de casa. Ya en ella Nulfo se convirtió un Negro Sebastián que luego de abusar de mí gritándome al oído que, si eso era lo que quería, todavía me ató de pies y manos para luego ponerme en el corral de los puercos. Sabía lo que haría pues así era él. Sacaría algunos cambios de ropa, cerraría la casa y volvería cuando estuviera cansado de vagar. Mientras tanto yo esperaba ahí, entre los puercos, atada y en las sombras.

Vomitada y cagada lo veía llegar y entrar bien vestido y casi siempre con botas nuevas. Comúnmente perdía la noción del tiempo. Si habían pasado tres o quince días no lo sabía. Pero él estaba ahí, lleno de chupetes, mirándome altivo y exigiendo me pusiera a hacerle algo de comer luego de quitarme las sogas. Esa era yo antes de meterme a esa yerbería, comprarme un San Goloteo, cuatro veladoras negras, eucalipto y uñas de gato.

Esperando que la oportunidad estuviera de mi lado y al amparo de la noche, me metí al monte trasero de la casa, coloqué al santito encima de tres piedras bola, encendí las cuatro veladoras y esparcí sobre la cabecita de San Goloteo la mezcla molida de las hojas de eucalipto y las uñas de gato. Empecé a rezar con un fervor tal que podía sentir el bombo de mi corazón al mil:

《San Goloteo, si has beneficiado a tantas mujeres agredidas, ampárame con tu misericordia y haz que la justicia esté de mi lado. Sabes que soy mujer buena y no sé cómo salir de esta 》

Tres palizas, dos violaciones y una semana casi muerta de hambre y sed, precedieron a la llegada de la justicia.

Indignada de que San Goloteo no me hubiera auxiliado me interné en el monte con el afán de destruir el altar y maldecir al charlatán, pero cuál fue mi sorpresa que, al llegar, las velas estaban consumidas y el santito destruido. Esa era la señal. Me arrepentí de no haber creído y volví a casa. Nulfo dormía y en la grabadora la voz de Chalino inundaba la habitación. El haber visto la estatuilla echa añicos, señal de que el hechizo se había realizado, me hacía sentir empoderada. Al pie de la cama miraba a ese hombre desnudo de una masculinidad qué había terminado odiando. A mí me violaba, pero a las otras les hacía el amor. Caminé a la cocina y tomé el palote de las tortillas, un rodillo metálico que él mismo me había traído. Parada a un costado de él alcé los brazos y de un solo golpe le abrí la cabeza dejando escapar un tibio chisguete de sangre empapando mi cara. Cuando quiso levantarse le clavé en la panza el trozo de cabeza de yeso de San Goloteo qué había llevado conmigo. Sus ojos se quedaron abiertos, pero más los míos. Mis ojos, esos que jamás volverían a ver mujeres en mi cama siendo amadas por mi bestia y frente a mí. Mis ojos que no volverían a ver a mi Satán viniendo encima de mí para agredirme, escupirme y estando tirada en el suelo, violarme con cuanto objeto encontrará a su paso. Ahora mis ojos veían a ese hombre siendo nada, menos que yo. Lo odiaba, pero de la esperanza de que pudiera cambiar algo se había quedado y, por ende, una suave larva de amor se retorcía en mi pecho. Me desnudé y me trepé recordando aquellos tiempos cuando a escondidas de mamá me hacía suya. La sangre no nos unía. Mamá se lo había encontrado por ahí, pero había sido a mí a quien había terminado amando. Solo él supo lo que hizo con el cuerpo de mamá, pero eso no me interesaba. Me interesaba su cuerpo, sus ganas desbordantes por poseer a la hijastra. Montada lo tomé de los hombros y le di mis pechos a comer mientras sentía entre mis piernas la todavía tibia sangre que seguía saliendo. Cuando exploté le besé los labios y me quedé ahí, somnolienta y agradeciéndole muy profundamente a San Goloteo que las sangoloteadas hubieran terminado.

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