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A la par de estos crímenes arteros, las cifras oficiales también dan cuenta de un crecimiento del 23% en el delito de extorsión, al comparar las denuncias que van de enero a mayo de 2022 con las interpuestas ante el Ministerio Público durante el mismo periodo del año pasado. Sin dejar de lado los numerosos reportes difundidos en medios de comunicación, que consignan un mayor control de las actividades productivas por parte de grupos criminales. Amenazas de violencia selectiva, que incluso se han traducido en el cierre de negocios o el desabasto de productos esenciales para la población.

 

La narrativa oficial no se cansa en reafirmar que se están atacando las causas sociales detonantes de la violencia; además de que se trabaja en una estrategia de seguridad, sustentada en medidas específicas y orientadas a dar tiros de precisión en contra de la criminalidad, en el marco de una aproximación que parece ser más bien la de “dejar hacer, dejar pasar” a quienes desafían el marco legal y la integridad de las personas. Sin embargo, la opinión pública parece estar muy escéptica de que ese camino sea el deseable. De acuerdo con encuestas del conocimiento público, casi la mitad de los mexicanos afirma que la situación de seguridad está peor y una proporción mayoritaria no concede buena calificación a la política pública instrumentada por el gabinete de seguridad.

 

El gobierno federal sabe que no hay perspectivas electorales tersas ni políticas públicas de largo plazo, donde domina el miedo y la inseguridad en amplios segmentos. Quizá por eso, a pesar de la dudosa constitucionalidad que la medida conlleva, la Federación anunció que, por decreto presidencial, la Guardia Nacional pasa a integrarse como un cuerpo adicional de la Secretaría de la Defensa Nacional. Lo hace, también, en una nueva contradicción a su planteamiento inicial de no dar mayores tareas de seguridad pública a las Fuerzas Armadas y, en todo caso, ubicarlas bajo el mando civil de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana.

 

En la premura de los tiempos que corresponden al último tercio de toda administración, el gobierno trata de salvar la percepción social con el capital favorable que todavía guarda el Ejército mexicano en la opinión pública. Factor que, si bien ofrece ventajas de corto plazo, en la expectativa popular de que sólo las Fuerzas Armadas pueden darle la vuelta a la inseguridad; en el largo plazo habrán de reproducirse las vulnerabilidades porque la experiencia es clara en evidenciar que la seguridad pública se recupera sólo cuando el Ejército es acompañado de un fortalecimiento de las policías de los tres órdenes de gobierno.

 

Y este gobierno, si en algo no ha encontrado el ánimo es, precisamente, en incentivar el escalamiento de las capacidades de las policías civiles. Ni siquiera la propia, la cual está trasladando de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana a la Secretaría de la Defensa Nacional, dejando a la primera prácticamente sin razón real de existencia.

 

Porque no hay modelo viable ni seguridad, estaremos condenados a buscar de nueva cuenta una estrategia en 2024 que, ahora sí, nos saque del problema de la violencia y la criminalidad.

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