
AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor
Donde hay gusto, no hay disgusto, por eso fui a hacer punta de fila porque a la primera que debía tocar el padre Eladio para ponerle la ceniza, debía ser yo. Sus dedos gruesos, blancos, de uñas recortadas, eran el divino enlace para sentir la esencia de Dios en mi alma. No había nadie como él para llevarme en ese viaje en espiral a donde debía llegar. Siempre había sido así, yo, la primera, la unigénita, como me decía cuando entré velos y tules celestitos me echaba al suelo, suave y delicadamente para hacerme sentir divina.
-Te ves tan virginal, Maru- me expresaba rodeándome la cara con el lienzo azul cielo- Cuando tu madre te trajo a mí para ser bautizada, eras tan chiquitita, por Dios, tan pequeñita, pero igualmente hermosa. Al final recuerdo haberte encomendado a San Juditas para que a lo largo de tu vida no tuvieras tropiezos difíciles de sortear.
Mis gateos, el andar agarrando las paredes en mis intentos por mantenerme en pie y mis primeras caídas, fueron dentro de aquel enorme edificio de piedra en Saltillo. Tía Pina y mamá se la pasaban organizando eventos de día de Pascua, levantamiento del Niño Dios y claro, la celebración de cada una de las santas y santos que se sacaban a dar de paseo por las calles.
Cuando descubrí a mamá besándose con aquél hombre que era como mi padre, no me pareció mal. Al principio se horrorizaron de que yo, a mis nueve años los hubiera visto, pero luego, ya sintiéndose más en confianza, lo hacían en todos lados. Entonces todo cambió. Mamá ya no era la misma conmigo y de un día para otro empezó a fumar. Comencé a mirarla consumir cajetilla tras cajetilla y tornar su aliento en una pestilente caverna de horrores. Después de una rara pelea, tía Pina desapareció y jamás volví a saber de ella. Un día, después de misa de siete, mamá me llevó a la sacristía pidiéndome encarecidamente que tomara su lugar en el ciclo de lo que ella llamaba el linaje sagrado. Sin entender nada sentí cerrar la puerta tras de mí y ver al padre Eladio llamarme con aquella voz dulzona que me embelesaba.
-Acércate, linda…
– ¿Qué hace usted sin su traje, padre? ¿Se bañará?
-De eso precisamente quiero hablarte, pequeña. Casi cumples los diez años y debes saber que ya es tiempo que empieces a saber lo que es andar por los caminos del Señor. Por mucho tiempo tu madre lo hizo y lo hizo muy bien, pero ahora es tu turno.
Ser mi turno implicó muchas cosas. Saberme elegida como sucesora de una mujer hermosa como mamá era mucho para mí. Salía de la escuela, caminaba ese largo camino hasta el templo y al llegar, mamá me tenía la comida en el salón comunitario. Mientras yo comía, ella fumaba y lloraba. La única vez que me atreví a preguntarle las razones de tanto tabaco y tristeza, me miró fría y sin responderme nada. Apenas terminaba de comer y se iba. Lo que seguía era lo que más amaba: Atender al Divino. Pasar la esponja por el cuerpo blanco y lampiño del Siervo de Dios era una bendición que nadie tenía. Lavaba a conciencia poniendo y quitando el jabón mientras rezaba los Ave María necesarios y sus correspondientes Padres Nuestros. Vestirlo era bonito. Debía ser cuidadosa de poner su báculo divino, como él lo llamaba en una posición que no se lastimara. Le gustaba me sonriera cuando se movía solito y sin razón aparente.
A los cuatro meses mamá preparó mi maleta, me vistió con prisa y nos fuimos a la estación de tren. Estaba inquieta. Fumaba incomodando a quienes nos rodeaban y yo, sin saber qué pasaba, me senté a leer un pequeño Kempis que el padre Eladio me había dado.
Cuando vimos el tren a lo lejos, mamá dio un suspiro, pero yo di un retozo cuando vi al padre Eladio llegar de prisa, decirle algo al oído a mamá e irse como había llegado. También él tren se fue y nos quedamos ahí, abrazadas una a la otra, ella llorando y yo deseando ir a donde El padre.
-Lázaro murió, Maruquita, y estuvo sepulto en una tumba por algunos días. Jesús vino y lo volvió a la vida. Dios es un Dios de milagros y todo lo que nos rodea representa su obra y su gloria… mira lo que tengo aquí, sí, esto que enjabonaste, secaste y está así, como muerto. Él entrará ahí, en una tumba oscura y solitaria que eres tú, mi niña. Entonces volverá a la vida y…
Y así fue muchas veces, tantas que al llegar a los once fue él quien recibió ese primer baño de luna llena en su cuerpo.
El día que le pregunté el por qué Almita Cabriales había tardado tanto tiempo en confesión, me dijo que Lázaro necesitaba una nueva resurrección. Sabía lo que aquello significaba y sin perder oportunidad, Almita amaneció golpeada y con la boca bien cerrada para no decir nada. Ese hombre no era Dios, tampoco de Dios. Entonces entendí las lágrimas de mamá y su intento por llevarme lejos un día antes de que el padre Eladio me pidiera dejar entrar a Jesús para ver resucitado ese Lázaro que por muchos días había lavado con jabón y aceite de oliva.
Adolorida de cuerpo y alma, sabiendo que aquello no podría ser algo bueno, quise refugiarme en mi única esperanza, pero esa esperanza estaba ahí, aguardando mi llegada para azotar mis mejillas, tirarme al suelo, decirme rencorosa que le había quitado lo suyo y que abogaría para que fuera condenada a quemarme en el infierno. Lo que ella no sabía era que mi infierno ya estaba ahí, consumiéndome, recordando a ese hombre de los mil tentáculos aprisionándome, dejándome bendiciones a su paso y diciendo una y otra vez que era más suave que los mantos más sagrados de cualquier virgen. Tres días con todo y sus noches me tuvo mamá atada y tirada al suelo. Víctima de las drogas me quemaba la espalda desnuda con el cigarrillo. De perjura y pecadora no me bajaba y sacaba a colación que entre yo y tía Pina habíamos hecho todo para que ese hombre se olvidara de ella. Ahí entendí que la bestia había tomado también a tía Lupina.
Al cuarto día, luego de mil maniobras por liberarme, golpeé a mamá en la cabeza, me vestí como una vestal y me fui al templo. Anochecía y la misa había terminado hacía rato. El agua en la regadera se escuchaba y así, desprendiéndome de mi ropa entré al agua. Asustado de inicio, el padre quedó tieso. Acariciándolo lo hice entrar en confianza y cuando lo supe mío, seguimos en la cama hasta terminar agotados. Entonces hice lo que tenía qué hacer al verlo profundamente dormido. Saqué de mi bolsa una enorme trampa de ratón y al poner su regordete Lázaro al centro, solté la palanca haciendo que de un solo golpe aquel trozo de cuero saltara acompañado de un chorro de sangre. El padre gritó tapándose la herida con la sábana. Gritaba tapándose la boca y su propio dolor con las manos. Su Lázaro, que ahora era la cabeza de Juan El Bautista, decapitado, estaba ahí, dócil, tierno y sin ser peligro para nadie. Miré entonces a San Juditas y le hice una reverencia. De niña siempre quise saber qué significaba esa flama en su cabeza, pero tuvieron qué pasar algunos años y algunas causas imposibles que el santito no pudo ayudarme a remediar, para entenderlo.
El padre Eladio se tragó el dolor. Nunca me denunció y claro, esta Semana Santa estaré ahí, sintiendo sus dedos gruesos de uñas recortadas untando esa asquerosa ceniza que no sirve para nada viniendo de un ser asqueroso; pero me gusta verlo y que me mire, que recuerde que fui yo quien lo volvió poco hombre al castrarlo y condenarlo a la miseria.