
Por: Enrique Morales y Martínez
Cada tercer domingo de junio, millones de personas alrededor del mundo se detienen un momento para mirar con el corazón a una figura que, muchas veces en silencio, ha sido sostén, ejemplo y refugio: papá.
El origen del Día del Padre se remonta a 1910, cuando Sonora Smart Dodd, una sencilla mujer de Arkansas, Estados Unidos, quiso rendir homenaje a su padre, quien, tras quedar viudo, crió solo a sus seis hijos. Inspirada por el Día de la Madre de cuya existencia escuchó en un sermón en la iglesia, Sonora propuso a la Alianza Ministerial de la ciudad en la que residía celebrar a los padres el 5 de junio, fecha del cumpleaños de su papá, ex militar del ejército sobreviviente a la Guerra Civil.
Finalmente, la primera celebración tuvo lugar no el 5, sino el 19 de junio de ese mismo año. Con el tiempo se estableció como una fecha nacional en Estados Unidos en 1966 con la firma del presidente Lyndon B. Johnson de la proclamación presidencial que declaraba el tercer domingo del año como el Día del Padre, mandato que en 1972 sería ratificado por el presidente Richard Nixon, haciéndolo de observancia nacional.
La elección del tercer domingo de junio no es casual. Al ser un día no laborable, permite que las familias se reúnan sin prisa, sin presiones, solo con la intención de compartir, agradecer y abrazar a su progenitor. Es un día que se mueve en el calendario, pero se queda fijo en la memoria de quienes reconocemos la huella que deja un padre en la vida.
El Día del Padre no se trata tanto de regalos materiales. Intenta principalmente hacernos mirar hacia atrás y reconocer esas manos que nos sostuvieron al dar nuestros primeros pasos, esa voz que nos educó y enseñó a ser valientes, esa mirada que nos corrigió sin palabras, esa sonrisa que nos contagia de alegría y optimismo, ese corazón que nos ama incluso cuando cometemos equivocaciones.
Un padre puede asumir muchas formas: biológico o del alma, presente o ausente físicamente pero eterno en el recuerdo, estricto o tierno. Lo que no cambia es la marca que su amor —a veces silencioso, siempre profundo— ha dejado en nosotros.
Este domingo celebraremos a nuestros padres. Los invito a honrar a esos hombres que, con errores involuntarios y aciertos amorosos, han moldeado nuestras vidas dando lo mejor de sí, aún sin haber sido enseñados para ello.
A quienes están, démosles un abrazo fuerte y un beso cariñoso que demuestren nuestro agradecimiento por darnos la vida y sacrificarse tanto por nosotros; a quienes ya partieron, honrémoslos en el recuerdo y merezcamos su lucha transformándonos todos los días en ciudadanos ejemplares; a quienes decidieron ser padres por elección o por circunstancias de la vida, a todos quienes realizan ese sagrado rol, va este homenaje lleno de gratitud, admiración, respeto y amor.
Y en especial a mi padre, por ser raíz, ejemplo y fuerza; por ser fuente infinita de enseñanza y valores. Por tus silencios sabios, tus regaños oportunos y tus abrazos firmes.
Gracias por enseñarme a caminar con el corazón abierto.
Este día, y todos los días, te celebro, te bendigo y te amo.