Ilusionado, papá me dio sus ahorros de dos años para que pagara al mejor pollero de Ciudad Acuña. La compra del tractor y otras herramientas para el rancho se harían con lo que ganara apenas me acomodara con los primos. Su mirada era brillante cuando me despidió. Era una mezcla de tristeza y emoción. Ambos confiábamos en mis capacidades de electricista. Ser mujer no tenía por qué pararme. Papá decía que con los gringos era distinto, que allá “saberle a la luz», como decía él, era oro molido, que allá no importaba si tuvieras “pelotas” o no, sólo el conocimiento.
El pollero no llegó a la cita. Contactarme con papá me resultaba imposible pues en el rancho, a orillas de la sierra no había teléfonos. Me hospedé por un par de noches en un viejo Hotel de esa ciudad que olía a vicio. Busqué de un modo u otro la manera de pasar la frontera pero muy aprendido de papá, desconfiaba de todos. Un jueves conocí a Eleuterio, un encargado de mantenimiento de una línea de empresas. Rompiendo el protocolo paterno le conté mis peripecias y cómo mi dinero se me había estado yendo de las manos. Me dijo trabajara con él. Me pareció bien, ya luego volvería a intentarlo. Ele me había dicho que tenía buenos contactos, sin embargo, él fue mi contacto con la miseria. Terminé de su “querida” y yo, tan enamorada, acepté la vergüenza de ser agredida a cualquier hora por su mujer. Dejarlo, nunca. Ele consumió todo lo que papá me había dado y por pura pena no volví a comunicarme al rancho. Mis otros tres hermanos seguro lo atenderían. Dos eran encargados de dependencias que tenían que ver con el campo en el municipio y Loli, la más chica, se había casado con un ingeniero de minas; vivía en Zacatecas, pero venía a casa una vez al año. Harta de la ignominia, de ser un objeto en manos de un aprovechado, rompí con el amor y me fui con un dominicano a San Carlos. Ahí viví con él un par de meses. Entonces dije sí, sí me voy de mojada y sin pagar nada. No sé ni cómo, pero ya para cuando acordamos ya íbamos con el agua hasta el cuello y temiendo ser llevados por los brazos internos del río. Cruzamos, creo amparados por algún dios pues no hubo nadie que nos parara el paso. Tengo seis años haciéndolo, me dijo. Vivimos en Uvalde cuatro años. Fueron buenos tiempos porque no me había costado trabajo ingresar a una empresa llamada Uvalde meat market & proccesing. Al quinto año compramos un remolque y él, tan ingenioso como era, siempre traía dinero.
Mis ahorros fueron incrementándose. De vez en vez pensaba en papá, pero más en mis comodidades. Por años y con artilugios del dominicano vivimos con papeles falsos dándonos el lujo de ir y venir a donde se nos diera la gana. Un día descubrí que mi negro era tratarte de mujeres. Yo había corrido con suerte de haberle caído bien, pero por años había convertido a mujeres en esclavas sexuales y eso, eso no lo pude tolerar. Un día que se fue a Dallas tomé mis cosas y me fui. Viajé mucho, no sé cuánto, pero terminé viviendo en Eagle Pass. Suertuda, un chicano me dio trabajo en un casino de los Kikapoo. Ahí me fue mucho mejor, no como electricista, sino como contadora. Ese año arreglé sanamente mi estancia con los gringos.
Si bien yo no había ido con papá en años, el vino a mí cuando un cliente que venía de Saltillo, y que me había reconocido, me dijo que hacía mucho que papá vivía sólo y que hasta donde ella había sabido, una iglesia protestante de vez en vez le mandaba despensa.
En el departamento miré a través de mi copa de vino tinto el tamaño de mi miseria. Papá, el que había sido mi sombra desde niña, mi rayo de sol en el frío, mi confesor, ahora estaba allá, solo… ¿Y mis hermanos? Olvidándome de ellos viajé muchos kilómetros. Hice una mueca a mi entrada a México porque ya no me sentía de aquí. La gente era tan distinta y lo peor, tenía que hablar español cuando me había hecho el propósito de hablar puro inglés. Me doblegué en las tiendas sobre la carretera donde me detenía a comer, siempre viendo que lo hicieran limpiamente. Todo me parecía tan deprimente, tan poco para alguien como yo que allá, en la tierra de Bush, la buena fortuna me había sonreído. En mi paso por Monclova, dos policías que olían a muertos de hambre, me quitaron 50dlls, les di 60 para que no molestaran. Ya en Saltillo y camino de la sierra de Zapalinamé todo empezó a cambiar. La serranía, los correcaminos a lo lejos, las águilas, los conejos, los venados furtivos, todo parecía darme la bienvenida a un sitio que era parte de mí. Al pasar por el pueblo antes de ir rumbo al rancho, me detuve en casa de tía Modesta. Me recibió fría. No platicamos mucho. Salí de ahí y al caminar por la calle en busca de unos primos, todos me miraban de reojo. No eran los mismos. Tal vez mis dos o tres tatuajes los espantaban o no sé. Los primos me recibieron bien y al sabor de un café caliente, Ramiro, el más alegre de ellos me dijo, Eso no se hace, prima. Al momento pensé en mi abandono de papá. Lo sé, les dije. No te pediremos nada, nosotros nos la arreglamos para mandar traer un cura, bendijera el lugar y ya, pero nadie de tus hermanos vino. Entonces los miré como arrebatada en una abrumadora impresión. Mis pupilas temblaban y mis dedos se inquietaban. Me levanté dejando de lado el café mientras Julia me decía que no buscara tumba, que los coyotes sólo habían dejado ropas ruñidas y que de su cuerpo no se había sabido nada.
Sin despedirme salí, trepé mi camioneta y me arranqué al rancho. Hacía frío, mucho frío. Al tocar el portón, sentí la primera impresión de papá. Creí mirarlo a lo lejos viniendo hacia mí como cuando venía cada vacaciones cuando estudiaba la Universidad en Monterrey. El abrir la puerta de la cabaña fue un golpazo a mis emociones. Ruinas era una palabra muy corta para describir aquello que no se parecía en nada a lo que era. Vi cintas amarillas de precaución y una que otra mancha de sangre. Olía mal. Caminé por cada uno de los tres cuartos vandalizados. Me senté entonces junto a la chimenea, eché leños, fui a la camioneta, traje fósforos, gasolina y prendí fuego. Entonces me eché a llorar como toda una idiota. Lloré justo en la mecedora donde mi mejor amigo había sido devorado por los roedores, coyotes y no se que tantas alimañas más… hoy sé que no hubo peor alimaña que yo. Yo lo roí sin misericordia. Le cerré las puertas al dejarlo morir de hambre, sí, a ese hombre que sin tractor y esperanzado a que su hija lo ayudaría, vio la tierra cerrándose… ¿cómo serían sus tardes? ¿sus amaneceres?… al calor del fuego levanté la lonchera que estaba junto a la mecedora y que él se llevaba de joven a la lejana parcela. Me recordé corriendo para ganarle a mis hermanos la oportunidad de abrir yo primero aquella lonchera en la que nos traía magia: piedrecitas raras, tortugas bebé, pedernales y extrañas conchas. Entonces el broche por flojo se abrió vaciando sobre mis piernas mil cosas. Había recibos y mil medicinas, también intentos de cartas que jamás me envió pues no sabía ni a dónde … leí a cuenta gotas súplicas tras súplicas… “olvídate del dinero”, me escribía, “pero no me dejes, linda niña, no me dejes venadita…”el pecho se me abría como a golpe de cincel… entonces dejé ir un ¡Papá, papá, perdóname!, tan ahogado, que quise tirarme al fuego y perecer… entonces me volví un fantasma sin patria y sin sueños.
Confirmando que el rancho era mío, lo levanté y lo hice un paraíso… ¿los gringos? No, yo no regreso allá. Aquí he levantado por años mis siembras y mis animales. Me he engañado por años creyendo que a papá le hubiera gustado esto o lo otro, ¿pero, ya para qué? ¿a quién quiero complacer?
Mis hermanos vinieron hace cinco años, pero los corrí desde el portón. Me demandaron, pero sus demandas no funcionaron. Soy vieja y lo que vaya a ser de todo esto es algo que no me apura. Es tiempo que cada vez que me siento frente al fuego, abro la lonchera porque ahí está mi viejo, escribiendo y suplicando el regreso de la estúpida que soy.