Ay, por favor papá, quite esa rama de mezquite de aquí, no sea ridículo. Entonces se hizo a un lado y me dejó poner cuanta cosa yo llevaba en mi enorme caja de abalorios y detalles que conformarían el hermoso altar para mamá, y que tenía semanas planeando.
Justo cuando mamá enfermó, yo pedía la mano de Betty. Había planes y volver a Mapimí no era mi prioridad. Emocionados por lo que nos deparaba para el futuro, Betty y yo nos fuimos a Bernal de paseo. Esa semana en Bernal fue de lo mejor. En verdad estaba disfrutando de las maravillas de ese pueblo que premiaba mi esfuerzo universitario.
En poco tiempo recibí mi plaza de maestro en Puebla y como mamá estaba enferma, nos casamos sin hacerles la invitación. Papá me envió un telegrama un mes de diciembre anunciándome la muerte de mamá. Yo seguía con mis prioridades y no me quedó más que decirle que se hiciera cargo, que le depositaría algo para lo del sepelio. El primero de noviembre de año siguiente llegué a Mapimí acompañado de mi ahora esposa. El polvo del pueblo parecía no agradarle mucho y le prometí que mi visita de una semana se reduciría a dos días. Me sonrió y eso me puso contento.
El tiempo parecía haberse detenido. Nada había cambiado y quise ya fuera el día siguiente para mostrarle a Betty el Puente de Ojuela y volver a casa.
Al entrar en casa encontré a papá junto a un miserable altar de muerto. Betty y yo habíamos preparado los de sus abuelos y habíamos invertido para que lucieran.
─ ¡Hola, canijo, como estas, muchacho! ─me dijo papá exaltado de alegría.
─ ¡Cuidado, cuidado, cuidado, papá!─ le dije atajando su abrazo─ acabo de comprar la camisa y creo traes aserrín en las manos.
─Lo veo muy desmejorado, papá. Mamá murió pero usted sigue vivo, ¡hay que echarle ganas! Viva lo que le resta, que aunque no es mucho, es valioso.
─ ¡No sea cursi, papá, ya no está en edad!
Al día siguiente visitamos Ojuela y cuando al volver me despedí del viejo, le propuse que vendiera las hectáreas de tierra que tenía en Gómez Palacio y el rancho de Nombre de Dios.
─Estoy recién casado, necesito dinero para levantar mi casa en Puebla, ya mínimo cédame esta casa, quien sabe si lo vuelva a ver, con eso que casi no vengo.
─No hay propiedades, ni tierras, ni ranchos. Todo se vendió, primero para pagar tus estudios y después para el largo tratamiento de tu madre.
─Vete, hijo, y déjame con el recuerdo de tu madre.
─ ¡Al carajo, papá!─ estallé pateando el altar de mamá que al instante calló estrepitoso al suelo. Tomé de la mano a Betty y nos fuimos del pueblo.
Tío Bermúdez, un hombre recio y mal encarado me recibió en su casa. Tan seco y frio como papá me extendió las llaves de la casa. Cuando entré estaba sola. No había muebles, cuadros, nada, todo olía a olvido. A un lado de la chimenea estaba el viejo cajón de rejas y en su interior la seca rama de mezquite, el cuaderno viejo, los patines y los tallos secos de las flores de cempasúchil ya sin pétalos.
─No hay tales escrituras─ me dijo tío Bermúdez─ Mi hermano vendió y esa casa será una pensión para adultos mayores. De hecho mañana mismo vienen a pintarla y poner todo en orden.
─ Jamás, lo haría. Quise entraras y vieras lo que había restado de una pareja que no vivían para otra cosa que no fueras tú. Por años vivieron al límite porque tu carrera era carísima y la enfermedad de mi cuñada, muy pesada e incurable. Me duele decírtelo, mijo, pero en realidad no mereces nada. Me odias en este momento por lo que te digo y lo veo en tus ojos, pero es cierto. Toma, esta carta la escribió tu madre para ti, no tu padre. Ahora vete y no vuelvas más por acá, que aquí no hay más nada para ti.
La carta duró un par de años en un baúl, y justo cuando buscaba unos documentos, la encontré. Sentado en la orilla de la cama la comencé a leer.
“Danilo, pronto me iré y segura estoy que no estarás aquí para cerrarme los ojos como me hubiera gustado. Cuida de tu padre que aunque está más enfermo que yo, resiste para no dejarme en el desamparo. No te molestes si no te dejamos nada, y es que todo ha sido tan difícil para todos. No vengas a verme a un panteón cada día dos de muertos, me conformo con que pongas en mi altarcito la ramita de mezquite que un día cortamos tú y yo en Ojuela para jugar a que dirigíamos la orquesta; tus primeros patines; el cuaderno donde escribí toda tu infancia, las fotos donde estamos juntos y bueno, si puedes, cómprame flores de cempasúchil, mis favoritas.
Cada que pongo el altar de muertos para mis papás, me siento el más miserable. ¿De qué sirve un altar lleno de tantas cosas si en vida nunca les ofrecí ni las gracias por todo lo que hicieron por mí? Hoy el que necesita la sal para purificarse soy yo; una cruz de cal en mi frente para expiar mis culpas; un perro para que me guíe en este mi camino de muerte y miseria y un espejo grande para verme infinitamente perdido por cobarde y miserable.