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La intervención del Presidente en la lucha electoral adelantada contamina todos los debates políticos y educativos con mensajes negativos de transgresión de prohibiciones electorales y hasta de la ley educativa. La polémica sobre los nuevos libros de texto incendia la pradera de la confrontación política, pero no consigue más que inflamar el cálculo de rentabilidad electoral y el impacto mediático.

La política importa para discutir mejoras a la enseñanza sin acabar en batalla campal en el terreno electoral o la imposición, como le ocurrió a Peña Nieto. Hacia allá se va la confrontación por los libros de texto y planes de estudio; y no era difícil de preverlo, en un país que conoce la reacción de grupos ultraconservadores al control estatal de los contenidos educativos y la añeja desconfianza sobre el “adoctrinamiento” político a lo largo de la historia de la educación obligatoria, laica y gratuita. Por eso el riesgo tuvo que ser previsto, si además se decidió llevarlo al público sin cumplir con todos los pasos legales, como reclaman gobernadores opositores.

La tormenta no es, pues, una sorpresa para el gobierno, ni tampoco su objetivo abrir una discusión tan saludable como necesaria sobre un tema que es imposible que en cualquier sitio escape a la controversia ideológica, más allá de las erratas de contenido. Desde el cálculo político, sus detractores lo ven como un gran error del Presidente porque la estrategia de polarizar esta vez no conseguirá réditos electorales; aunque lleve a la oposición a fallos poco redituables como energúmenos que piden arrancar hojas de los libros. Y, por el contrario, generarle tensiones con el magisterio, gobernadores y otros actores sociales que, según la ley, debieron consultarse.

Los enfrentamientos por la educación no son nuevos, pero no estamos en la época de la Constitución de 1917, cuando los ultraconservadores se agrupaban contra el artículo tercero; ni en 1959, cuando uniones de padres de familia protestaban contra los textos obligatorios y gratuitos por incubar el “virus del comunismo”. A pesar de eso, hoy se repiten campañas como ésa, aunque su desfase se presta a la sorna. Sobre todo, por estar más interesados en agitar esos temores para el golpeteo político o defender negocios que en despertar conciencias sobre el supuesto “peligro” de la inclusión de valores del régimen.

Y es que, en efecto, las reacciones dominadas por el dogma o el prejuicio toman una fuerza distinta en la lucha electoral. Y más si la conduce el Presidente con la idea de llevar de la mano a su partido a ganar la Presidencia y el Congreso, aun si implica pisar prohibiciones electorales o espantar a los infieles con su cruzada de los libros de texto, como si con eso ganara las urnas. Ahora los opositores sólo esperan que la tormenta arrecie por hacerse a espaldas de los representados y sin auténtico involucramiento del magisterio.

Pero el cálculo de López Obrador no es ése ni cree que pase, y más bien parece confiar en que no afectará su popularidad una reforma divisiva al final del sexenio, dado que inscribe los nuevos materiales en su compromiso de “revolucionar las conciencias” y frenar la “privatización” de los libros de texto como negocio para algunas editoriales, en palabras de su responsable en la SEP, Marx Arriaga.

Al margen de réditos electorales, la consecuencia más grave de la confrontación permanente sobre definiciones nacionales como ésta o de las reglas electorales es que acaba por poner en duda la capacidad de la democracia para dar resultados sin romper sus propias reglas, como el debate, el acuerdo y el equilibrio entre el consenso y la coerción. Cualquier debate político, por trivial que sea, tiene capacidad de cuestionar el orden establecido, ya sea el de la moral imperante o el político, y debilitar gobiernos. Pero nunca será productivo si sólo vienen de arriba y sin acuerdos para solucionar problemas como el de la educación, en este caso, con un nuevo modelo pedagógico.

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